Finalizamos con las colaboraciones en la Revista Literaria Óbolo, de nuestros vecinos, después de Antonia Infante, Isabel Segovia y Rosa Estorach, terminamos con Salvador Delgado Moya, con su relato titulado Tus ojos me hablaron
Arrimados en aquella mesa-camilla estábamos los dos. Te miré y te pregunté cuál era tu opinión sobre el tema que tenía que resolver, para que me ayudaras...
La verdad es que colaboraste bastante. Yo debía escribir sobre algún tema y estaba en esos momentos en que la mente se te paraliza, divagando en la nada, desahuciando la concentración, pero se te encendió la luz y me dijiste:
• Deberías escribir sobre la vida, sobre el amor, sobre las personas, amantes de momentos, de situaciones...
• Deberías resaltar los valores que engrandecen al ser humano, deberías hacerlo desnudando tu alma, deslizando la pluma sobre un papel de creatividad verbal y armonía sensorial...
• Deberías mirarme a los ojos, entrar en las profundidades de la realidad, emborracharte de satisfacción, temblar con las emociones, descubrir mundos nuevos, palidecer de felicidad...
• Deberías despegar de la normalidad, exigirte el culmen de la improvisación, derrochando ganas y regenerando la cotidianidad...
• Deberías respirar aún más profundo, llenando tus pulmones de improntas de positividad, creando luces de afinidad, de amor, de lágrimas...
• Deberías crecer y que florezcan esos brotes de sensibilidad que te caracterizan...
• Deberías mirar a la gente a los ojos, sonreírles, abrazarlos, besarlos y decirles cuánto amas a los que te aman...
• Deberías dejar de buscar donde no hay respuestas, darte por vencido, de una vez por todas, de la insolencia y la injusticia de la vida...
• Deberías dejar el agua correr y no afanarte en modificar un cauce doloroso, incomprendido, cruel y cobarde...
• Deberías hacer lo que te queda por hacer, sin pausa, convencido del logro, satisfecho por esfuerzo y orgulloso por tu proeza personal...
• Deberías amar, amar, y amar hasta que te duela el alma...
Y todo esto me dijiste sin abrir la boca. Y así estuvimos casi toda la tarde. Él me miraba y yo lo miraba. Sin pronunciar ninguna palabra, sólo se escuchaba una respiración octogenaria y otra, que de vez en cuando, tragaba saliva. Y seguí mirándolo, sin cansarme de hacerlo. Que grandeza la de ese momento, que nos dijimos tantas cosas en completo silencio, sólo con mirarnos a los ojos, pero a diferencia de los tuyos, de los míos brotaban lágrimas.
Me levanté, me dirigí hacia él y le besé la frente, maldiciendo todo lo maldecido, porque te fuiste, te llevó ese diablo, llamado Alzheimer...
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