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El tema de este post, me lo ha facilitado la foto que aparece, por casualidad, sin buscarlo lo encontré en una de esas cajas olvidadas de cualquier armario.
Una de las estrofas de la canción “Aquellas pequeñas cosas” interpretada por el genial Serrat dice: “Son aquellas pequeñas cosas, que nos dejo un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel, o en un cajón “
Precisamente eso es lo que me ha ocurrido, sin buscarlo expresamente apareció la fotografía que ilustra este relato. Para vuestra información, el que suscribe está situado el primero por la derecha de la primera fila.
Fui monaguillo desde los seis hasta los catorce años, con alguna que otra particularidad. Desarrolle esa labor en las dos parroquias de mi localidad natal Tesorillo, la antigua, que databa de 1883, que en la actualidad es sede de una entidad bancaria y en el templo actual. Las primeras misas en las que participaba como tal, eran en latín y el cura celebraba de espalda a los feligreses.
El sacerdote que figura en la fotografía, impuso una disciplina casi castrense, todo muy ordenado con mucha disciplina, inclusive existía un cuadrante de servicios, campanero, rosario, incensario, ayudante de primera a misa y ayudante de segunda. En las fiestas con más ceremonial, como Navidad, Semana Santa, Misa y procesión de Corpus, ensayábamos con bastante antelación, todo tenía que salir perfecto. Recuerdo como salíamos entre 15 o 20 acólitos y a un chasquido de los dedos del padre Menchén, perfectamente acompasados realizábamos la genuflexión, cada cual se distribuía en la zona del altar que le correspondiese, nada quedaba a la improvisación.
Corría el dicho popular de “Si quieres un hijo pillo, mételo a monaguillo “, en honor de la verdad, la frase tenía mucho de cierto. El vino de la misa tenía que estar bajo llave, en caso contrario algún que otro sorbetón caía. En más de una ocasión alguna risa incontenible en plena celebración religiosa aparecía y de manera contagiosa llegaba a todos, a sabiendas que una vez finalizado el acto y en la sacristía la bronca y el coscorrón no te lo libraba nadie.
Era agradable participar en un bautizo, boda, primeras comuniones, pero también había momentos duros. El que más, cuando el sacerdote acompañado de dos monaguillos se acercaba hasta la casa del difunto, para acompañar al féretro hasta la iglesia para su funeral. Eran un momento delicado, los familiares al detectar la presencia del sacerdote era la señal clara e inequívoca que su familiar saldría para siempre del hogar, las escenas de dolor se agravaban, normal cuando se pierde a un ser querido.
Contaría cien anécdotas, pero les relataré una, al menos peculiar. Se celebrará un bautizo y el cura portaba un cirio muy desgastado. En plena celebración el pabilo del cirio se torció acercando la llama al sacerdote, este espontáneamente soltó un “Coño que me quemo”. Pueden imaginar lo que vino después.
Hechos como el relatado te hacen sentir lo que relata la última estrofa de la canción. Aquellas pequeñas cosas, anteriormente aludida.
Que te sonríen tristes y
nos hacen que
lloremos cuando
nadie nos ve.
nos hacen que
lloremos cuando
nadie nos ve.
Pacurro.-
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