Inmersos estamos en la Semana de Pasión. Catequesis en nuestras calles sobre la crucifixión de Cristo y su resurrección.
Y todo fue consumado. Consumada tu pasión después de haber expirado, Cristo en la crucifixión.
Tendríamos que llorar, a llanto lento ese desolado momento. La desolada agonía de tu Expiración que vamos viviendo en nuestras calles.
Y lloramos, Señor, pero no cuanto deberíamos. Tendríamos que poner nuestro corazón de rodillas, para pedirte perdón.
Y nos arrodillamos, pero no como deberíamos. Tendríamos que darte besos de arrepentimiento.
Y claro que nos arrepentimos pero no cuanto deberíamos y tú te mereces.
Y a mi me duele, y nos debería doler a todos, pero también te digo que bendigo tu pasión porque bien mirado, yo se, sabemos, que estamos perdonados. Y salvados. Y resucitados, gracias a que has expirado y después resucitado, Cristo en tu crucifixión.
La escena sería así. Y lo crucificaron . El Evangelio no añade más. Ni siquiera pinta la escena. Ni describe los detalles. La frase es todo un desafío a la sobriedad, a la exactitud y al laconismo.
No hace falta más, todo está dicho.
Es imposible apretar más tortura en una sola palabra.
Y automáticamente, sobre ese Cristo colgado de un palo, cayó también, en su plenitud y sin atenuantes, una maldición divina que desde hacía siglos, estaba promulgada por Moisés, legislador de Yahvé, en el libro del Deuteronomio: “Todo el que sea colgado de un palo será maldito de Dios”.
Eso es un Cristo crucificado: un cúmulo de maldiciones divinas y humanas.
Y, sin embargo, es un imán irresistible. Y para toda la humanidad, de una u otra manera, la cruz se convierte en un polo de atracción que tira de nosotros hacia El. Porque él lo sabía y contaba con ello; y estaba tan seguro que se atrevió a anunciarlo en vida, en aquel desafío profético, arriesgado y rotundo:
“Y yo, cuando sea levantado en alto , arrastraré hacia mí todas las cosas”.
Patricio González
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