martes, 23 de diciembre de 2025

El Acordeón de Carpito una semblanza de las Navidades de los 50 y 60, original de Juan Miguel Pérez

 

 

Juan Miguel  Pérez López, llego a Tesorillo,  a mediados de los 40 siendo un bebé y se marchó con 19 años. Hijo de guardia civil, continuo con la tradición familiar, alcanzando el grado de comandante, con una impecable hoja de servicios. El lo ha manifestado en varias ocasiones, que se siente tesorillero , Tesorillo lo  lleva en lo más profundo de su corazón- ha querido compartir con todos los lectores de El Blog de Paqurro, el siguiente artículo, en el que hace una bella semblanza, como eran las Navidades de los 50 y 60 en Tesorillo, para ello ha rememorado la figura de un acordeonista ambulante , muy conocido por estos lares y,  al que todos lo nombraban como Carpito. Seguro que a muchos de los que vivieron esos años, les va a tocar la fibra sensible y la nostalgia hará acto de presencia  

 EL ACORDEÓN DE CARPITO  

Dedicado a quienes vivimos
aquellos años.

En Tesorillo, las Navidades de los años cincuenta y sesenta se respiraban como un perfume de hogar: polvorones de Estepa, borrachuelos caseros, el anís chispeando en la garganta y el leve calor del coñac tintineando en las copas. Todo aquello era apenas el telón de fondo, un murmullo de invierno que acompañaba lo que realmente nos desbordaba: el baile, ese despertar adolescente que nos abría las puertas a un mundo nuevo.

El Bar Central, corazón social del pueblo y testigo de cada celebración familiar, se transformaba en un escenario casi mágico. Detrás de la barra, Juanito Risco ofrecía su sonrisa generosa de camarero autodidacta y servicial, mientras el maestro Rivas, zapatero de oficio y camarero ocasional, servía con desparpajo, derrochando humor y simpatía. Bastaba esa alquimia de madera, luz cálida y voces para que el local se convirtiera en un templo de juventud. Una empalizada bajita de listones de madera separaba el mundo de los adultos del nuestro, y más allá de ella se abría la pista: un océano donde el movimiento era ley y la música, viento que nos llevaba. Allí, con reverencia casi sagrada, rodeábamos por primera vez la cintura de una muchacha.
CARPITO, con su acordeón, erguido en un templete artesanal, liberaba pasodobles que nos obligaban a reír, tropezar y lanzarnos al vértigo. Tocaba de oído, sin solfeo ni partituras, pero su música era para nosotros celestial: el temblor del primer paso, el riesgo de acercarse, la alegría contenida de una juventud que amanecía. Cada acorde era un latido, cada giro una revolución secreta. Acompañaba con el pie el compás, sacudiendo a veces la cabeza, como si el cuerpo entero le brotara en notas. Era un hombre familiar, entrañable, que también alegraba bodas y bautizos, pero que para nosotros era algo más: la voz de nuestra adolescencia.

Juan Miguel el primero por la izquierda junto a sus padres y su hermano Florencio (Chito) 


Las chicas levantaban otra frontera, más firme que la de las tablas: brazos cruzados cuyos codos marcaban distancia, miradas brillantes de desafío y complicidad. Era un juego de límites y deseos, un roce apenas entrevisto que nos revelaba los primeros secretos de la coquetería y del baile. Y siempre, como sombra vigilante, el padre Menchén Camacho, recordándonos con su moral católica los riesgos de pecar. Pero sus amonestaciones se disolvían pronto en nuestra obstinada alegría. En la confesión, sí, volvían los reproches y las penitencias, pero ya eran sólo ecos frente a la libertad que nos regalaba la música.

Cada paso, cada giro torpe o elegante, era un acto de independencia. Los pasodobles nos levantaban del suelo y nos hacían sentir parte de algo más grande: miradas robadas, risas compartidas, confidencias sin palabras. Antonio Javier, recuerdo, era el más atrevido y ligero de todos en la pista.

Juan Miguel en primer plano, portando la bandera, procesión de Corpus 

Las Navidades, con sus cenas modestas y sus dulces de anís, eran apenas el marco. La bombilla amarillenta, la calidez de las familias, el abrazo invisible del pueblo entero nos envolvían. Pero el verdadero centro del mundo estaba allí: en la pista de madera, entre las tablas y los brazos, entre el acordeón de Carpito y el temblor del primer amor.
Así vivíamos la Navidad adolescente en Tesorillo: entre giros que al principio eran torpes y acababan elegantes, entre el pulso de un pasodoble que nos enseñaba a sentir, a soñar, a pertenecer. Allí, en cada baile, la Navidad se volvía eterna, chispa de fuego y alegría que nadie podía apagar.

Han pasado los años y de aquellos tiempos quedan apenas las notas lejanas y apagadas del acordeón de Carpito. Pero cuando vuelven a la memoria, nos recuerdan que un día fuimos jóvenes, invencibles y felices bajo el embrujo de un acordeón.


¡¡¡ FELIZ NAVIDAD !!!

Juan Miguel Pérez López

No hay comentarios:

Publicar un comentario