Frontera de Estados Unidos y Méjico |
De Tesorillo al resto del mundo, viaje de ida y vuelta.
Cuando era niño, mi asignatura favorita era Geografía e Historia.
Recitaba como en una retahíla sin fin los ríos y afluentes de la península Ibérica, las capitales de los países del mundo, las cordilleras y picos de América, la lista de los reyes godos, o la travesía del Atlántico por Colón y su gente. Don Juan, el maestro, me decía que si seguía así de espabilado y con ese don divino para memorizar, llegaría muy lejos.
La verdad es que también me sabía la alineación de mi equipo preferido: Carmelo, Orue, Garay, Etura, Mauri… la tabla de números primos, 2,3,5,7,11, los profetas mayores: Isaías, Jeremías, Ezequiel, las preposiciones propias: a, ante, bajo, cabe, con, contra….
El secreto estaba en que, cada día, al salir de clase, apuntaba en mi libreta lo que tenía que empollar, y lo repetía una y mil veces hasta llegar a mi casa en la calle Cuesta frente a la carpintería de los Casuso.
Cada noche, mientras mi madre preparaba la cena, yo abría el Atlas Universal y viajaba a un país diferente saltando con el dedo sobre unas rayas negras que serpenteaban caprichosamente por el mapa: eran las fronteras. Ya en la cama intentaba imaginarlas, ¿serán un muro de piedra alto e impenetrable como en “55 Días en Pekín”?. ¿Un foso profundo de aguas sucias lleno de cocodrilos hambrientos como en “La Guerra de las Cruzadas”? ¿O tal vez una franja de alquitrán, ancha y pegajosa que engulle a quien ose franquearla?
Una vez, aprovechando que mi abuelo había ganado la partida de tute que todas las tardes jugaba con sus amigos en el Central, le pregunté: “Usted en el 39 cruzó la frontera de Francia, ¿verdad? Sí, me respondió, pero era de noche y yo iba en una ambulancia del Socorro Rojo con un tiro en los costillares”. Seguía el misterio.
Así que cuando aprobé el Bachillerato, con las trescientas pesetas que mi padre me dio como premio, más otras doscientas que había ido acumulando de cumpleaños y onomásticas, me fui hasta Algeciras, compré un billete del “Luna del Estrecho” -un exprés que llegaba a Hendaya en veintiséis horas- y subí a él.
En Atocha, el tren hacía una parada técnica que todos los viajeros aprovechaban para estirar las piernas o ir a la cantina. No había dado yo ni diez pasos por el andén, cuando un tipo bajito y rechoncho se planta frente a mí, se levanta la solapa de la chaqueta, me dice que es policía secreta y que qué hago allí.
Cuando le doy cumplida cuenta de mi misión, me responde que eso no es posible por tres razones: Soy menor de edad, no tengo autorización paterna y carezco de pasaporte. Y que en aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes me tiene que retener en comisaria hasta la hora de devolverme a mi casa, dando cuenta por escrito al comandante de puesto de Tesorillo.
En el fondo el inspector Romerales era una buena persona. Me compró un bocadillo de calamares, una mirinda de naranja y me habló de la frontera de Irún donde estuvo destinado hacia unos años.
- “Chaval, las fronteras siempre han estado ahí y veo difícil que alguien se atreva a quitarlas”.
Muchos años más tarde, siendo ya maestro en el colegio “José Luis Sánchez” solicité dos años de excedencia y me fui a descubrir el mundo: Sentado sobre el paralelo 38 he compartido un cuenco de arroz con una familia de Corea del Norte y otra de Corea del Sur. En el cuerno de África conviví durante un verano con los jimbas y los akisho que comparten agua, sorgo y ganado. Sobre las cumbres del Himalaya -a un lado la poderosa China, al otro la humilde Nepal- he leído el Mahabharata con un nieto de Mao y un novicio de lama tibetano. En el Huerto de Getsemaní, muy cerca de la franja de Gaza, he celebrado la fiesta del Nuevo Año con el palestino Abdel Ben Hamid y el israelí Jabib Levi Gurion. Y en la mesilla de noche guardo el “Berliner Zeitung” del sábado 11 de noviembre de 1989 en cuya portada se me ve encaramado a un muro, machota en mano, intentando derribarlo.
Y volví a Tesorillo.
De vez en cuando quedo con Pacurro y Juanito en el “Amanecer” para tomar café. Desde la pantalla del televisor, el rostro curado de espantos de Matías Prats, abre el informativo con los misiles que los rusos lanzan sobre la díscola Ucrania; da cuenta de los 70 inmigrantes hallados muertos en un tráiler en El Paso (Texas); un reportaje sobre mujeres, con todo su mundo liado a la cabeza, atravesando la linde entre Nigeria y Camerún, con el único salvoconducto del pánico a lo irremediable; conectan en directo con el corresponsal en Melilla para mostrarnos unos negros con heridas en manos y piernas, pero felices por haber logrado saltar la valla con la única credencial del derecho universal a soñar.
Los tres, entre la desazón y la vergüenza, permanecemos callados; sin nada que decir.
Cambia el plano, y una presentadora rubia, de ojos azules y sonrisa fácil, nos da cuenta de las excelentes relaciones que nuestros políticos mantienen fuera del circo mediático en que se ha convertido el Parlamento; del saldo que un ex banquero mantiene en las Islas Cayman bajo una clave alfanumérica que sólo él conoce; del sobreseimiento por falta de requisitos procesales en la causa abierta por negocios relacionados con la pandemia de algún listillo.
Seguimos en silencio. Y yo me acuerdo de Romerales.
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