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Imagen ficticia |
En aquel Tesorillo de los años sesenta, cuando las calles eran más de polvo que de asfalto y la vida se vivía de puertas abiertas, había personajes que daban color al pueblo. Entre ellos destacaba José Castilla Gómez, un hombre pobre, solitario y sin familia conocida, que acabó convirtiéndose en parte de nuestra memoria común.
Tenía la espalda doblada por una hipercifosis que lo hacía jorobado, y su estatura apenas pasaba del metro y medio. Pero lo que le faltaba de altura lo compensaba con una presencia inolvidable. Era de esos que uno veía pasar y no se olvidaba jamás.
Se ganaba la vida como podía: limpiaba botas, arreglaba paraguas, hacía recados o se ofrecía para cualquier chapuza ocasional. Dormía donde encontraba cobijo: una choza, un pajar, un establo. Su último refugio fue el establo de Jesús Oliva padre, en el mismo lugar donde años más tarde se levantaría un taller metálico.
El apodo con el que lo conocía todo el pueblo era “El Vespa”, en alusión a la famosa moto de aquellos tiempos. Lo curioso era que ese nombre le sacaba de quicio: si los muchachos lo llamaban así, montaba en cólera, perseguía, insultaba, incluso amagaba con agredir. Pero si no se lo decían, era él mismo quien se encargaba de recordarlo, como si necesitara de aquel apodo para encender la chispa de su propia función. Contradicciones de la vida.
Natural de Lucena, en Córdoba, con los años su mente comenzó a debilitarse. A comienzos de los setenta, un grupo de jóvenes tesorilleros, con más buen corazón que dinero en los bolsillos, se organizó para reunirle unas pesetas y convencerlo de que volviera a su tierra, donde aún le quedaba algún pariente.
Meses después, Juan Riscos Quintero (q.e.p.d.) recibió una carta suya. En ella, José daba las gracias a Juan y a todo el pueblo de Tesorillo, asegurando que estaba bien en Lucena. Fue su despedida escrita. Después de aquella carta, el rastro de “El Vespa” se perdió para siempre.
Y, sin embargo, aún hoy su recuerdo sigue rondando entre quienes lo conocieron: el jorobado entrañable, el hombre de mil oficios, el apodo que lo enfurecía y al mismo tiempo lo mantenía vivo. Uno de esos personajes humildes que, sin quererlo, dejaron huella en la historia menuda de nuestro pueblo.
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