Hacía ya muchos años que la señora Escamilla había dejado de creer en la Navidad. Sin embargo hubo un tiempo en el que incluso llegó a ser su época favorita del año. ¿Cuándo fue eso? ¿Ochenta años atrás quizás?
Su madre los reunía a todos en aquellas fiestas. La visita a la casa del pueblo era incuestionable; tenían que estar juntos. Su padre se quejaba montando el belén porque quería irse al bar con el tío, la decoración del árbol consistía en pintar cáscaras de nueces vacías y vueltas a pegar para tener a los niños entretenidos e interminables eran las horas de las mujeres en la cocina afilando cuchillos y preparando la antesala del ring familiar (aunque como buenas peleas las trifulcas iban surgiendo antes, durante y después de las comidas navideñas).
Pero la señora Escamilla, entonces niña, vivía ajena junto a sus hermanos a todo aquello, esperando ansiosos los regalos de tan entrañables fiestas. Curiosamente el esfuerzo para mantener la familia unida debía conllevar intercambios materiales. Eso lo entendió mucho después, cuando la historia se repitió en su propia casa y más tarde en la de sus hijos.
Todos aguantaban estoicamente la penitencia navideña por la madre, hasta el punto de que cuando ella dejara de existir la celebración también se disolvería, con alivio de todos los implicados.
Por eso hacía ya muchos años que ella se había rebelado, había dejado de participar en el Potlatch de la sociedad occidental. Tanto era así que no bajaba siquiera al comedor en esas fechas. Menos mal que ya era el tercer año y las cuidadoras habían dejado de insistirle. ¡Qué manía!
Sola se quedaba, relamiendo con nostalgia el coñac de su petaca clandestina. Porque irónica e inexplicablemente, la Navidad en la que no creía había logrado dejarla un poso de amargura en lo más hondo de su ser.
Y antes del primer trago brindaba al aire, hacia el cielo, con un “por ti mamá”, aunque tampoco creía en el más allá.
Ana Emberley
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