Los contenidos del Pacto Constitucional (y 2)
El armazón del pacto constitucional fueron principalmente, además de los anteriores señalados en el anterior post, los siguientes valores y principios:
La Organización Territorial y la Autonomía de Nacionalidades y Regiones.
El debate previo a la aprobación de la Constitución de 1978 giró en buena medida en torno al tema autonómico. Existían los precedentes de Cataluña, Euskadi y Galicia cuyos Estatutos de Autonomía fueron aprobados por la II República Española. Décadas más tarde, la cuestión que se dilucidaba era afrontar el reto de crear un sistema democrático, que al mismo tiempo fuese descentralizado desde el punto de vista político y administrativo. No bastaba con hacer una reforma administrativa, era necesario transformar un Estado unitario centralizado, en un Estado descentralizado y democrático, tarea harto difícil y complicada, dada la resistencia que procedía del franquismo y de la falta de rodaje de esas nuevas estructuras de poder, en un nuevo escenario lleno de incertidumbres.
En el artículo 2º de la Constitución se reconoce “el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.” La distinción entre nacionalidades y regiones, y el alcance del derecho a la autonomía ocupó buena parte del tiempo de debate de los constituyentes. Desde el primer momento el término Nación quedó reservado para el pueblo español al que se le reconocía la soberanía en su condición de sujeto jurídico político, de forma exclusiva.
Sin embargo, los grupos políticos nacionalistas, plantearon reiteradamente el reconocimiento de los hechos diferenciales históricos basados en la lengua, leyes y fuero propios. Fue un debate difícil, probablemente uno de los más delicados de la elaboración de la Constitución, porque en el fondo del nacionalismo hay un sentimiento emocional, de escasa racionalidad política muy unido a un estatus económico superior, poco propicio a la solidaridad. Recuerdo las conversaciones mantenidas sobre este asunto con mi paisano José Pedro Pérez LLorca, gaditano y Diputado por Madrid y con mi compañero Gregorio Peces Barba, Diputado por Valladolid, ambos ponentes y miembros de la Comisión Constitucional, muy proclives a dar una solución mediante un pacto político con los nacionalistas, para integrar en el proyecto político de la democracia española, a Cataluña y al País Vasco. Para resolver este dilema, se incorporó el concepto de “nacionalidad”, mayoritariamente consensuado , dando a dicho término una acepción que reflejaba única y exclusivamente la identidad cultural derivada de tener lengua y otras diferencias culturales, sin soberanía, solo atribuible a la Nación española. La distinción entre “nacionalida ” y “nación” cerraba el paso a cualquier sueño independentista que en el futuro quisiera reivindicar el nacionalismo periférico, reconociendo las nacionalidades como “realidades culturales diferenciadas”. Desde esta perspectiva, siendo respetuoso con la Constitución, se puede admitir la existencia de “naciones culturales” que forman parte de la Nación española y que la enriquecen por su diversidad cultural. En este debate se puso a prueba “el consenso” en una materia muy sensible. Es triste, cuatro décadas después, ver la deriva de algunos nacionalismos de cortas luces, radicalizados y lejos de la mesura del debate constitucional.
El desarrollo de la organización territorial está en el Título VIII de la Constitución donde se reconoce el principio de autonomía de las Comunidades Autónomas formadas por nacionalidades y regiones y complementariamente el de los Municipios y las Provincias, regulando el procedimiento para acceder a la misma, así como las competencias que le son reconocidas, distintas de las correspondientes a la Administración Central, denominada Estado. El sistema autonómico, no obstante, ha quedado insuficientemente desarrollado, al no desempeñar el Senado la función que inicialmente estaba prevista como Cámara de representación territorial de las Comunidades Autónomas, y no de las provincias, para coordinar y armonizar el fuerte desarrollo alcanzado por las Comunidades Autónomas en un Estado compuesto y notablemente descentralizado, de una parte, y la no delimitación suficiente entre las competencias del Estado central y de las Comunidades Autónomas.
El Estado y las Confesiones Religiosas
La historia de España, ha estado llena de períodos de intensa colaboración e intervención de los poderes públicos en la esfera religiosa, y recíprocamente, de los poderes religiosos en la esfera civil y política, dando lugar a la confesionalidad, por la que se establecía que la Religión Católica era la religión de la Nación española o del Estado español y se proclamaba como única y verdadera. En este modelo, el Estado prohibía el ejercicio y el culto de cualquier otra, excepcionalmente tolerada en algunas circunstancias.
La confesionalidad del Estado, había conllevado el sostenimiento económico de la Religión Católica, la existencia de tribunales eclesiásticos y beneficios fiscales, la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en la escuela, el no reconocimiento del divorcio así como la intervención del Estado en el nombramiento de Obispos, a cambio de una decisiva influencia de la Iglesia Católica en los criterios que informaban la legislación civil , laboral y penal y su presencia en las instituciones del poder político.
Estas interferencias recíprocas entre Iglesia y Estado, han supuesto históricamente la pérdida de autonomía de ambos y una grave confusión entre ideologías políticas y creencias religiosas. Frente al modelo anterior, en la historia de España, alternativamente ha existido la no confesionalidad del Estado, por la que se garantizaba la tolerancia y el pluralismo religioso sin exclusión de creencias. En este supuesto se han dado situaciones de cooperación y otras de no cooperación, entre las confesiones religiosas y el Estado.
Conscientes de la realidad histórica y de los graves conflictos que se dieron en el pasado en la sociedad española, los constituyentes nos propusimos de forma unánime erradicar de la historia de España, la intolerancia, el fanatismo religioso y el radicalismo anticlerical, como parte esencial del pacto constitucional y con esta finalidad no se consideró el modelo del laicismo francés, como el más adecuado acorde con las tradiciones culturales en España. La concepción moderna de los derechos del ciudadano y de la libertad religiosa sin distinción de creencias, era una conquista irrenunciable, conforme a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 10 de Diciembre de 1948, asumida por el Concilio Vaticano II (1960-1965). En este nuevo marco de cultura política, los debates de la cuestión religiosa se desarrollaron, no sin ciertas tensiones, en torno a la idea de la no confesionalidad, aceptándose una mención al establecimiento de relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las restantes confesiones religiosas, en atención a las “creencias religiosas de la sociedad española”. Este reconocimiento fue desarrollado con los Acuerdos del Estado y la Santa Sede de 1979 y otros Convenios posteriores con distintas confesiones religiosas, susceptible de ser modificados si las circunstancias lo aconsejaren, sin que sea estrictamente necesaria la modificación de la Constitución.
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