Hay recuerdos que laten en silencio, esperando a que alguien los despierte. En Tesorillo hubo un hombre sencillo, trabajador y querido por todos, que marcó la vida de varias generaciones desde un humilde quiosco. Se llamaba Antonio, pero el pueblo entero lo bautizó con un nombre que todavía hoy nos trae olor a infancia: El Castañero. Aunque en octubre del 2020 , El Blog de Paqurro, se acordó de Antonio, hoy volvemos a evocar su figura, en esta ocasión le hemos cambiado el estilo, aunque la esencia continua siendo la misma
Érase una vez, en años grises de muchas carencias , un hombre que bajó desde la serranía de Ronda para buscarse la vida en un pequeño pueblo del Campo de Gibraltar. Se llamaba Antonio y se apellidaba, García Jiménez, aunque todos acabarían conociéndolo por un nombre distinto: El Castañero.
Nació en Algatocín (Málaga) un 9 de febrero de 1924 y, como tantos hombres de su tierra, aprendió pronto a cargar sobre sus espaldas o sobre el lomo de una bestia los productos que la sierra regalaba: aceite, castañas, etc. Así llegaron los motes, herencia popular de una época en la que el nombre de pila parecía siempre insuficiente- el destino le reservaba otro apodo: el de las castañas que vendía con paciencia en otoño
Antonio tenía algo más que un saco de castañas: tenía la intuición del comerciante y el ingenio del superviviente. En los años cincuenta levantó un pequeño quiosco de madera en la Plaza. No era el único, pero poco a poco se hizo imprescindible. Y mientras unos desaparecían, él resistía. Su puesto se fue agrandando, cambiando de lugar con las reformas del pueblo, hasta acabar en la calle Túnel, donde el destino lo sorprendió demasiado pronto, un 14 de enero de 1979, a punto de cumplir 55 años.
Pero su quiosco fue mucho más que un negocio. Fue un universo en miniatura donde cabían los sueños y las necesidades de generaciones enteras. Allí, los niños y no tan niños, descubrían el sabor salado de las pipas y los altramuces preparados por Dolores, su mujer. Allí se compraban los primeros caramelos, las primeras pilas para el transistor y, en secreto, los primeros cigarrillos sueltos. Las latas de Craven A con el dibujo de un gato pasaban de mano en mano, transformadas en cajas de lápices o costureros improvisados. Allí se intercambiaban tebeos y novelas del Oeste, se pedían sobres, chucherías, cualquier cosa que, en aquellos años de escasez, podía parecer un pequeño lujo.
Y hubo un tiempo en que al lado del quiosco aparecieron unos futbolines al aire libre, apenas cubiertos con un toldo. ¡Qué fiebre la de aquellos días! Los jóvenes y chavales se arremolinaban en torno a las mesas, con unas pocas pesetas sudadas en la mano, esperando su turno. Y los que no tenían nada que gastar, se quedaban allí, al calor del bullicio, porque estar cerca del quiosco de Antonio ya era parte de la fiesta.
Quien lo trató lo recuerda como un hombre de risa franca y carcajada sonora, amante del cante flamenco, paciente con los chiquillos aunque a veces lo desbordaran. Tenía el don de atender a todos por igual, regalando siempre una palabra amable o un comentario jocoso . No fue rico, pero supo dar a los suyos una vida digna, y eso, en los tiempos que le tocó vivir, era todo un triunfo.
Por eso, Antonio nunca fue simplemente un vendedor. Fue parte del paisaje humano de San Martín del Tesorillo, alguien que sin pretenderlo se convirtió en símbolo, en referencia, en memoria compartida. Su quiosco fue faro y refugio, punto de encuentro, rincón donde la infancia de muchos encontró sabor, olor y compañía.
Dicen que un pueblo se mide también por los hombres y mujeres que supieron dejar huella sin grandes alardes, solo con su trabajo y su bondad. Antonio fue uno de ellos. Y por eso, al recordarlo hoy, vuelve a abrirse su quiosco en nuestra memoria, vuelve a sonar la carcajada del Castañero, y vuelve a perfumarse el aire a castañas tostadas.
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