Alfonso Rodríguez Pérez fue un hombre cabal que, en los años cuarenta, en plena y dura posguerra, emprendía desde su Benarrabá natal un largo camino hasta nuestra localidad. Lo hacía a lomos de caballerías, cargado sobre todo de aceite, lo que le valió el apodo de “El Aceitero”, sobrenombre que heredaron después su hijo Antonio y, más tarde, los hijos de éste.
Alfonso, hombre emprendedor y con buen olfato para el comercio —como tantos Benarrabeños —, supo ver en Tesorillo un lugar de futuro. En 1945, cuando la Casa March parceló y vendió propiedades, tanto agrícolas como urbanas, él adquirió dos locales y una vivienda. En uno de aquellos locales abrió un bar y en el otro una tienda de esas típicas de los pueblos, donde en un espacio reducido se podía encontrar de todo, o casi todo. El bar lo alquiló hasta que, en los años sesenta, pasó a ser regentado por su hijo Antonio; mientras tanto, Alfonso se ocupó personalmente de la tienda, hasta que también en los sesenta la dejó en manos de su hija Edu.
La fotografía que conservamos es un testimonio elocuente de aquella época. Tras el mostrador, con gafas, vemos a Alfonso. Junto a él aparece Antonio León; por delante, con nariz prominente y respingona, Domingo Vázquez Calvente; y a la derecha, con pala en mano, Antonio Rodríguez Jarillo, el “Aceitero hijo”. Nos queda la incógnita del caballero trajeado que aparece en la imagen: todo apunta a que era uno de aquellos representantes —viajantes, se les llamaba entonces— que recorrían pueblos y aldeas ofreciendo mercancías a los comerciantes locales.
Hoy, al evocar esta escena, nos asalta inevitable la nostalgia de aquellas tiendas antiguas de pueblo. Eran espacios humildes pero llenos de vida, donde el mostrador separaba al tendero del cliente y, al mismo tiempo, servía de punto de encuentro y conversación. En sus estanterías convivían hortalizas, botellas de refresco, sacos de legumbres y un sinfín de cajitas misteriosas que guardaban desde botones hasta tiritas. Allí se compraba lo imprescindible y, muchas veces, también se fiaba hasta la próxima plantación o limpieza del canal . No eran sólo lugares de compra: eran el corazón del vecindario, rincones donde se mezclaban los olores del bacalao salado, del arenque y del jabón casero, y donde cada cliente salía con la bolsa medio llena… y con la noticia fresca del día.
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