jueves, 21 de abril de 2022

El Amor ni se crea ni se destruye, sólo se transforma : Manuel Mata Pacheco




Publicado por Buceite. com 

EL AMOR NI SE CREA NI SE DESTRUYE, SÓLO SE TRANSFORMA

En el mes de junio de 2002, la empresa en la que yo trabajaba tuvo la genial idea de convocar a los mandos intermedios a un cursillo en Madrid “en busca de la excelencia empresarial” como lo calificó nuestro director general en la sesión de apertura.

Formadores de una consultora externa que no llegaban a los cuarenta años de edad, pero graduados en las universidades más reconocidas de Europa, intentaban denodadamente mantener nuestra atención sobre Sistemas de Gestión de Calidad, optimización de recursos, RSC, modelo EFQM, normas ISO y diagramas de flujo. “Las empresas excelentes no sólo creen en la excelencia, también en la mejora continua y el cambio constante” concluía el jefe supremo parafraseando a Tom Peters.


Las clases se impartían en un aula del mismo hotel donde nos alojábamos, en horario de mañana y tarde desde las nueve hasta las ocho, con tres horas de descanso para comer y refrescar la mente. Apenas salíamos a la calle pues en esos días se celebraba el Campeonato Mundial de Fútbol de Corea del Sur y Japón, aquel que por primera vez organizaban dos naciones y que, como después se demostró, amañó la FIFA para que los países anfitriones llegasen lo más lejos posible. Robos como a Italia, con cinco goles anulados en tres partidos, o el de cuartos de final a España, hicieron que algunos dirigentes de la institución futbolística terminaran en la cárcel.

La tarde del miércoles 19 nos la dieron libre y como los partidos de ese día no me interesaban, salí a dar una vuelta por el centro paseando sin rumbo fijo por Cibeles, calle Alcalá y Gran Vía. Al atardecer, y mientras observaba las últimas novedades en el escaparate de la Casa del Libro, me abordó una pareja de rasgos inconfundiblemente asiáticos preguntando, en un perfecto inglés, si conocía un restaurante que ofreciera comida gallega. Me acordé del restaurante Tuy e intenté explicarles cómo llegar: Gran Vía arriba hasta Red de San Luis, a la derecha calle de La Montera y, ya casi al final, en la acera de la izquierda, lo tienen. Ante la dificultad para entendernos me ofrecí a acompañarlos. Una vez en la puerta, cuando ya me despedía y para mi sorpresa, entre reverencias de cortesía y manos en actitud rogativa, me invitan a cenar. No tenía nada que hacer ni que temer, la mediocridad del buffet del hotel ya la conocía, y ante la posibilidad que me ofrecía el azar de probar el rodaballo salvaje al horno, las empanadas de bonito o los mariscos de la ría, acepté.

Mientras llegaba el camarero tuve la oportunidad de estudiarlos mejor: En torno a los treinta años, 1´65 de estatura, dentadura perfecta, piel nacárea, barbilampiño y peinado a la raya, él; voz acariciante en un cuerpo menudo y armónico, nariz recta, contraste entre sus ojos color ámbar y su pelo negro, cejas bien dibujadas, una mirada cálida y curiosa, ella. Sonrió al saberse mirada mientras yo giraba la cabeza hacia un lado fingiendo que algo me distraía.

“Me examinan a mí… yo los examino a ellos”, pensé a lo largo de la velada sin encontrar motivos aparentes para tal conclusión. Y volvió a sonreírme.

Casi al final de la cena, cuando dábamos buena cuenta de los canapés de centolla y piña, vino la pregunta que lo cambió todo. ¿Te gusta mi mujer? Quise componer la mejor versión de un tipo sorprendido, confuso, incluso ofendido. Hice ademán de abandonar la mesa y evadirme de aquella situación delirante en la que el dichoso azar ¡otra vez el azar! me tenía atrapado. Pero me encontré respondiendo que sí. Que, con todos los respetos, me parecía guapa y sugerente. 

De consuno ambos bebieron un sorbo de albariño y se dispusieron a contarme la verdadera  causa que les llevó a entablar conversación conmigo e invitarme después a compartir mesa y mantel:

“Llevamos cinco años casados, nos amamos, practicamos feng-shui y coincidimos en los aspectos vitales más trascendentales del ser humano. Pero no tenemos hijos. Su sistema inmunitario -dijo ella- genera unos anticuerpos que identifican de forma errónea los espermatozoides como invasores dañinos y los elimina. Pensamos en varias alternativas desde la adopción a los bancos de semen, pero todas fueron descartadas. Dejamos pasar el tiempo y aceptamos con resignación los designios del ikigai. 

Entonces habló él: Hace un año, el Ballet Nacional de España actuó en el Teatro Metropolitano de Tokio en una gira que recorrió las ciudades más importantes del mundo con un éxito arrollador. Asistimos a una de las funciones y quedamos deslumbrados ante los acompasados movimientos del cuerpo de baile, la sonoridad de las guitarras y la voz rota de los cantaores. Aquel derroche de color y alegría que traspasaba el proscenio inundando platea y palcos fue el estímulo para conocer mejor ese extraño y lejano país: Descubrimos el Quijote y los poemas de Machado, la Suite española núm. 1 op 47 de Albéniz y Mediterráneo de Serrat, el salmorejo cordobés y la paella valenciana, la sierra de Gredos y las playas de Tarifa,  Al Hakam II y el Cid, la iglesia  prerrománica de San Miguel y el estadio Santiago Bernabéu, el cine de Almodóvar y el teatro de Delibes. Y también descubrí  -volvió a hablar ella- el hombre español: alto, piel atezada, ojos castaños, pelo negro y ensortijado, sensual y dulce al mismo tiempo, que te mira siempre como si fuera la primera vez.  Así quiero yo mi hijo. Y quiero  también que sea buena persona e inteligente. Como eres tú. Y continuó: Mi ciclo menstrual funciona como un reloj; esta noche, entre las nueve y las dos de la madrugada, alcanzará la fase culminante del periodo fértil. ¿Quieres acompañarme?

Subimos a su habitación y ya en el ascensor, a pesar de las mínimas dimensiones del habitáculo e ir acompañados por otros clientes, surgió una conexión límbica, una mutua seducción infinita, que hizo que todo lo que ocurrió después fuese bello e inolvidable.

Tres horas más tarde, con el cálido recuerdo del único momento de intimidad que me ha sido concedido, bajé, esta vez por las escaleras, di las buenas noches a la recepcionista, de soslayo observé al marido que en un butacón del piano-bar dormitaba con un vaso de whisky en la mano, y salí a la calle. El frío de la madrugada clavaba en mi cara agujas de cristal que el viento lanzaba desde todas las esquinas mientras yo, ajeno a aquellas inclemencias, silbaba “Sing in the rain” camino del hotel.

A la mañana siguiente, aquel chico doctor en Economía Aplicada por la ESADE Business, se esforzaba en instruirme sobre las bondades de la ISO 9001 mientras yo navegaba por otros universos. Nunca he hablado de esta aventura con mis compañeros de trabajo porque, a veces, yo mismo creo que todo esto que les cuento no pasó; que no fue más que una entelequia del subconsciente, un sueño provocado por la dura almohada de aquella cama, o la fantasía creada por la insana imaginación de un aprendiz de escribidor.


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