En 2017, nos interesamos por el fatal desenlace que tuvo un vecino nuestro Eulogio Torres Cabrera- hoy volvemos a ocuparnos del tema, para ello hemos maquillado, remodelado un poco el escrito original del 2017:
El 27 de septiembre de 1980 se apagó la vida de Eulogio Torres Cabrera, “el Lolo”, en el hospital Carlos Haya de Málaga. Tenía solo 48 años y llevaba un mes ingresado, sin levantar cabeza, después de que lo dejaran malherido de un golpe en la cabeza con algo contundente.
Todo empezó una madrugada de agosto de aquel año. Un grupo de trabajadores de Acerinox —entre ellos el primer alcalde de la democracia, Antonio Martín Torrado— se lo encontraron tirado e inconsciente en la cuneta, cerca del cruce con el puente de hierro (que une las localidades de San Enrique y Guadiaro ), cuando iban camino del trabajo.
El Lolo era bajito, no llegaba al metro sesenta, pero de cuerpo fuerte, de esos hombres de campo recios. Tenía mucha fuerza, trabajaba como un mulo y era honesto, buena persona, gracioso y con un humor que levantaba cualquier reunión. Le encantaban las películas del Oeste y las rancheras. Vivía al día, sin preocuparse mucho del mañana.
Eso sí, cuando se pasaba con las copas cambiaba como de la noche al día, como el doctor Jekyll y mister Hyde. Se volvía, hablando claro, muy “porculero”. Pero la gente se lo perdonaba porque, al fin y al cabo, era querido por todos.
Desde el principio se vio que lo suyo no fue un accidente. Aquello tenía toda la pinta de un homicidio. Ese mismo día había vendido una buena partida de cebollas, cultivadas en medianería, y se decía que llevaba encima bastante dinero. Muchos pensaron que lo asaltaron para robarle. Otros comentaban que pudo ser una reyerta en la que al agresor se le fue la mano. Y también se decía —con bastante fundamento— que lo dejaron donde apareció para que pareciera un atropello, porque cerca había un bar de alterne y quién sabe qué pudo pasar allí.
En aquel tiempo España estaba revuelta. La democracia empezaba a andar, había libertades nuevas, pero también mucho desconcierto. Las fuerzas del orden no sabían muy bien cómo actuar, el gobierno estaba débil en ese terreno y todo eso hacía que la seguridad brillara por su ausencia. Quizás por esa situación, o por falta de medios, o por simple desánimo, lo cierto es que el caso del Lolo nunca se investigó como debía. Y así quedó, impune, para desgracia de su familia, que siempre sostuvo que lo mataron.
Su madre Rafaela, y después su hermana Juana, se marcharon de este mundo con esa pena dentro: la de no saber nunca quién fue el culpable.
Hoy, los que lo conocimos seguimos recordando al Lolo con cariño, pero también con rabia. Cariño, porque era un hombre sencillo y buena gente. Rabia, porque casi con toda seguridad nunca se sabrá quién o quiénes le arrebataron la vida.
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