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| Comunicado del Ayuntamiento, informando destino y llamamiento a un quinto |
Hubo un tiempo en el que todo joven español sabía que, tarde o temprano, tendría que vestirse de soldado. Era un proceso que comenzaba incluso antes de recibir la primera orden: un camino marcado por costumbres y trámites que hoy parecen de otra época.
El primer paso llegaba un año antes, con la talla en el ayuntamiento. Allí, en un ambiente entre solemne y festivo, los mozos del pueblo eran medidos, pesados y anotados en un libro que parecía eterno. Se miraba la estatura, el pecho, la salud general… Aquella cita era, además, una pequeña fiesta de juventud, pues todos los de una misma quinta compartían la ilusión, los nervios y también las bromas, una quinta compartió unas horas de calabozo municipal
Pasado aquel trámite venía el sorteo en la Caja de Reclutas provincial. Con un bombo parecido al de la lotería, cada uno esperaba que la suerte le sonriera. Había destinos que se recibían con alegría y otros que se miraban con resignación. “A ver dónde me toca”, era la frase más repetida.
Después quedaba esperar al llamamiento, que se hacía por fechas de nacimiento y en cuatro turnos a lo largo del año. Y allí, cuando por fin llegaba la notificación oficial, en Tesorillo a través de Pacurro padre y posterior Pacurro hijo, el muchacho dejaba de ser sólo vecino de su pueblo para convertirse en recluta del ejército español.
Todo aquel ritual tenía algo de iniciación. Se mezclaban el orgullo, el respeto y el miedo a lo desconocido. Para muchos fue la primera vez que salieron de su tierra, que vieron otra ciudad, que convivieron con gentes de todos los rincones de España.
Hoy la mili es un recuerdo, una historia que se cuenta a los nietos con una sonrisa. Pero quienes la vivieron saben que aquel camino, desde la talla hasta el llamamiento, fue parte importante de su juventud, una experiencia compartida que marcaba el paso de la adolescencia a la vida adulta.

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