Continuamos con la segunda y definitiva parte del relato, original de Juan Miguel Pérez López , sobre su paso por Tesorillo. Si alguien no ha leído la primera parte les dejamos el enlace para que puedan disfrutar de ella, así como de esta segunda
PARTE SEGUNDA.-
Hasta río tenía mi pueblo que lo hacía un paraíso: el Guadiaro, que bajaba envuelto aun en los aires serranos de su nacimiento; sonriendo, al llegar a sus cercanías moderaba el curso, peinaba sus orillas con peineta de nácar y le regalaba el murmullo de sus aguas hechas sinfonía. El torrente, bravío en invierno y sereno en los veranos, describía un suave y ancho arco en su camino hacia el mar y susurraba con plegaria benedictina al pasar bajo el puente, como loa a su milagrosa supervivencia; extendía su luminosa sábana de plata por entre las huertas de naranjos abarrotados de farolillos de oro y los verdes y empapados espejos, donde se miraba coqueta la espiga preñada de arroz. Una guardia pretoriana de álamos, chopos, cañaverales y adelfas perfilaban sus riberas y la corriente, severa y mandona, doblaba los juncos hasta que sus puntas lamian la rugosa superficie sin romperse. Mi imaginación fantaseaba con el discurrir de sus aguas, sabedor y envidioso, que poco más abajo las aguardaba el Mediterráneo azul para compartir su sal gaditana y bulliciosa; pero era el nombre del mar, largo y cadencioso, de musicalidad marinera el que me hacía soñar con su épica de siglos y leyendas: lo imaginaba saltando en sus aguas sobre los caballos de leños, los navegantes homéricos, los corsarios cristianos y los piratas berberiscos de guerras milenarias.
Remansado en los recodos se ahondaban piscinas naturales sombreadas por las frondosas sombrillas de los árboles; los pájaros, familiarizados con nuestra presencia, saltaban de rama en rama como de pequeños trampolines y sus trinos se armonizaban con el canturreo del agua dándole a las tardes contornos y límites placenteros. Nos zambullíamos buscando en el fondo tapizado de cantos rodados, los más redondos y blancos. Nos secábamos al sol como las lagartijas y la piel adquiría el bruñido bronceado de gitanos de carromato. Poco antes que el sol se pusiera, la arboleda alta y tupida, acunaba al rio y teñía el agua de sombras espesas que el aire rizaba.
Juan Miguel con un grupo de amigos , todo hace indicar que en una boda |
Desde el puente de madera que lo cruzaba, de esqueleto frágil, superviviente de mil riadas, se seguía el discurrir de sus aguas de tornasoles verdes y azules en días en los que entre el cielo y el sol solo existía la luz. Los barbos, majestuosos e incansables, patrullaban bajo él entre los esquinados pilares de cemento y troncos de grueso calibre que armaban su estructura y a veces, como si buscaran algo entre el pedregoso fondo, permanecían detenidos con apenas un suave aleteo de su aleta caudal para no ser arrastrados por la corriente. Desde las riberas, junto a las aguas más profundas, lanzábamos el rudimentario sedal de pesca; los peces capturados, barbos de desagradable sabor y abundante espina, eran devueltos al agua tras tres agónicos coletazos. En las noches de luna llena sus rayos temblaban en su superficie de espejo roto y derramaban su claridad lechosa sobre aquel amasijo de troncos y tablas, travesaños y barandilla. Solo en esas noches, Pepe “el jerraor”, que vivía al otro lado, en el Secadero, y donde no había mostrador donde acodarse, se atrevía a cruzarlo andando para regresar a su casa; en las eses titubeantes que le dibujaba el tinto peleón llegaban casi a las barandillas pero sin rozarlas; pero era en las noches oscuras cuando con instinto de animal de cuatro patas, lo cruzaba a gatas despellejándose manos y rodillas, mascullando improperios, lanzando “hipios” y arrastrando unas “bueeenas nochesss” tan respetuosas como atufadas de alcohol, al tropezarse a medio camino con la linterna de la pareja de la Guardia Civil; trataba entonces de incorporarse sin lograrlo y acababa sentado, buscando las cerillas con las que encender el celta corto soldado a sus labios. Al final, era el chisquero de un guardia el que lo encendía y le ayudaba a cruzar. Ya en tierra firme y como viejo conocido de la Benemérita, con la chispa de gracia de la tierra, se justificaba diciendo: <la culpa la tiene la puta luna> y se alejaba describiendo eses, esta vez, sin peligro. Al día siguiente, ya sobrio, volvía a cruzarlo para regresar borracho.
Una y mil tardes “Los Proscritos”, aquel trio de compradores de sueños, seguíamos el descenso del rio Guadiaro en largas correrías pertrechados con rifles de aire comprimido, azote de todo aquello con plumas que volaba, cierto que las más de las veces seguían volando, de ranas y galápagos; hoy siento rubor ante aquella ausencia de respeto a la fauna. El nombre nos situaba fuera de la Ley, de la ley de los demás pues nosotros teníamos la nuestra, nuestras insignias y hasta nuestra silbada estrofa musical con letra, que empezaba así: “Vela para navegar, timón para gobernar y los mares…” Por calurosas que fueran las tardes, los árboles de rivera ofrecían sombra generosa, trinos de mil pájaros y conciertos incansables y metálicos de otras mil cigarras. Los troncos blanquecinos de álamos y chopos ofrecían resignados sus lomos a las salvajes incisiones de nuestras navajas: iniciales enlazadas, insignias, mensajes de tres palabras, nombres solitarios de nuestras musas, fechas brujas… De aquellas navajas, apenas quedan cuchillos mohosos, que con torpeza graban nombres nunca olvidados, sobre la corteza de la noche. La cercanía del rio no solo daba frescura al camino, sino que su agua limpia y transparente, saciaban la sed; las lisas cabalgaban sobre sus aguas más someras brillando sus escamas bajo el sol, como si fueran de plata. Alborozado al acercarse al encuentro con su afluente, el Hozgarganta, moderaba su curso y como obsequio de la naturaleza, en el sitio donde se juntaban las aguas se formaba una sorprendente franja de arenas blancas, finas y limpias que hacían nuestras delicias; nos revolcábamos como niños juguetones y nos sentíamos propietarios de aquella minúscula playa a la que pusimos nombre: el desierto; cuando soplaba el aire incluso se formaban pequeñas dunas. Creíamos, por lo apartado y solitario del sitio, que era una playa virgen y dejábamos suelta nuestra imaginación de Robinsones.
Al final de la calle principal de mi pueblo, donde se quiebra en ángulo recto para bajar bruscamente, la diminuta silueta de un porche con tejadillo a dos aguas sobresalía de la fachada blanca de cal y sol de la única casa de abolengo del pueblo: “La Casitacampo”; un apéndice de madera repintado de pintura verde desgastada por la intemperie, que aguantaban dos columnas redondas, anuncio del señorío del edificio. A la izquierda de la puerta, como rasgo de alcurnia, una pequeña y labrada plancha metálica, asemejando una guillotina, servía para limpiar el barro en la suela de las botas de los dueños. El escalón y un murete bajo de mampostería servían de asientos en las tardes de lluvia y de noches cálidas. El rústico artesonado y la sencilla esbeltez de las dos columnas eran testigos mudos de confidencias envueltas en la sedosa ingenuidad de los quince años; de confesiones en voz alta de secretos sin llave. Los sueños revoloteaban como mariposas de alas multicolores. Las palabras quedaban amontonadas entre la fantasía y la quimera de un mundo que nos hacía felices. El humo de aquellos primeros cigarrillos describía círculos mágicos que parecían contener nombres. Eran las noches de aquellos cálidos veranos, que se fueron para no volver, cuando los naranjos, incensarios de la noche, abrían sus mil bocas blancas esparciendo en el ambiente aroma de primavera. De vez en cuando partía en dos la noche una estrella fugaz que nos arrancaba de lo vivo del alma, un deseo, un secreto, un… entonces se hacía un silencio tan denso que solo escuchábamos el paso del tiempo. Pero no era silencio, sino que callábamos, ensimismados en recortar trocitos de cielo.
Aún hoy, los anocheceres de los domingos me evocan aquellos otros, en que una procesión juvenil conquistaba un trozo de calle Real engalanada de chismosas palmeras; ellas, con el campanilleo de las risas y su revoloteo de libélulas, ataviadas con rameados vestidos de alegres colores, faldas plisadas, zapatos de insinuante tacón y tenue colorete en las mejillas y nosotros con rostros de piel de melocotón y tres hormigas sobre el labio: pantalones de pitillo, camisas floreadas y zapatos de fina puntera; el pelo abierto por la raya y el disimulado cigarrillo, empeñados, en mostrarnos apuestos y varoniles Nosotros en grupitos y ellas en filas agarradas del brazo nos cruzábamos una y otra vez, esperando el momento propicio, que no era otro que el que “ella” se colocara en un extremo. Pasear junto a nuestra musa unos minutos satisfacía las románticas ensoñaciones de toda una semana y nos ilusionaba hasta la espera del siguiente domingo. A veces terminaba el domingo con la frustración de lo inalcanzado y había que conformarse con la mirada de unos ojos en los que se reflejaba un lago azul. El Dúo Dinámico con sus canciones alimentaba ilusiones y sueños y las películas de Rocío Dúrcal nos enamoraban, por eso la luna ebria de perfumes nocturnos parecía sonreír ante aquella calle hinchada de savia joven. Parecía sonreír a mi pueblo.
Nunca hubo adolescencia más feliz. A veces, vivo en los recuerdos de un mundo que hace tiempo no existe.
Juan Miguel Pérez López
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