La familia al completo. Juan Miguel, su madre Rosi, su padre Pérez el Guardia y su hermano Florencio al que todos conocieron como Chito, también Guardia Civil de graduación |
Juan Miguel Pérez López, es un guardia civil, que se retiró con el grado de comandante, hijo de guardia civil, concretamente de Pérez el Guardia, que entre los dos cuarteles, pasó mucho tiempo en Tesorillo, desde 1944 hasta 1963 ( salvo dos años que estuvo destinado en Guadiaro) . Con solo unos meses arribó a nuestra localidad, de la que se marchó con 19 años. Ha tenido un gran número de destinos, Algeciras, Valencia, Málaga, Albacete, Murcia, Santander, Guatemala .
Dentro de la Benemérita ha ejercido dos especialidades, la de tráfico, donde permaneció 18 años e información ( terrorismo) los últimos 11 años de servicio, además de pequeños destinos como El Penal de Santoña, Grupos GAR, etc.
Entre sus experiencias profesionales, participó en la investigación del Crimen de Las Niñas de Alcarcer y en la operación del frustrado atentando contra el Rey Emérito en Palma de Mallorca, con la detención del comando de ETA.
Casado padre de dos hijas y un varón, este se marchó a la edad de 29 años, víctima de un accidente, en la actualidad tiene fijada su residencia en Almansa ( Albacete).
Desde que se jubiló entre sus varias aficiones, destaca la literatura, participando en concursos varios y obteniendo algún que otro premio.
Juan Miguel, lleva en su corazón a Tesorillo y lo palpa en el relato que a continuación ofrecemos que por su extensión, vamos a publicar en dos partes. Les dejamos con la primera parte
A mi amigo Adolfo,
que me lo sugirió.
De la memoria de mi infancia de tambor de hojalata y palotes torcidos no se han borrado, ni tan siquiera difuminados, aquellos primeros años de mi existencia en uno de esos plácidos pueblos de la Andalucía de la posguerra, mísera, sufrida y de jornales de hambre que empezaban con el alba y terminaban junto a la vacilante llama de un quinqué de petróleo, pero que a mí me parecía un trocito de cielo que hacía mi mundo feliz. Quizá la sinécdoque de su nombre, TESORILLO, contribuía a que fuera como pueblo un tesoro pequeñillo, dorado, como son todos los tesoros. En ese trocito de cielo con calles de tierra y aceras de cantos rodados saltaban más que caminaban mis esparteñas de suelas de viento trasportando mi cuerpo ingenuo, ágil y felino; en verano, cuando Eolo bufaba enfadado, barría las calles y el polvo se colaba por las rendijas de puertas y ventanas tamizando muebles y cuadros, y en invierno, era la lluvia caprichosa y juguetona, la que la alfombraba de pequeñas lagunas que cruzábamos con zancos hechos con latas de conservas. Las palmeras que las jalonaban abrían sus surtidores de plumas sobre los aleros de los tejados dejando en las horas de la siesta sombras de oscura frescura y en las noches refugio seguro a los alborotadores gorriones. En las noches de verano los vecinos sacaban sillas a la puerta de sus casas en veladas compartidas con los agresivos mosquitos que acudían atraídos por los círculos tristes y amarillentos que se descolgaban de las escasas bombillas callejeras cobijadas bajo una tulipa blanca de porcelana barata. Eran largas y divertidas las que echábamos en la puerta de D. Ernesto, el médico, en sus confortables sillones y no menos, las del banco de madera que sacaba del cuartel, Pérez, el guardia, mi padre. De pocas armas disponíamos entonces contra los belicosos mosquitos, salvo las mosquiteras que hacíamos deshilachando las hojas largas y acintadas de las cañaveras.
De izquierda a derecha Juan Miguel, Adolfo Cruz Lobo y Antonio Javier Martín Gil , el bebe se trata de Ernesto González |
Su plaza, desnuda y oscura, espantaba las sombras con media docena de esas bombillas de alumbrado macilento que en vez de luz parecía esparcir tinieblas sobre el suelo terrizo. Tres soldados con uniforme de plátanos de sombra plantados cien años antes, la custodiaban con mimo; allí nacían y morían calles y callejuelas y en ella como anfiteatro romano, se vivían fiestas y ferias, procesiones, entierros y esperas al alba de jornaleros del campo para ser contratados. Cuando la ya cansada primavera llamaba al verano, llegaba la Feria de la mano del Corpus: procesión y festejos, bullicio pueblerino, estreno de prendas humildes que habían de durar todo el verano y el regocijo infantil ante lo que una vez al año, rompía la cansina rutina diaria. Se llenaba de casetas, de puestos y de cacharros, nómadas de cien ferias andaluzas, hasta parecerse a un parque de atracciones a nuestros ojos de niños lugareños: las cunitas, de tan solo cinco cestas de colores chillones, accionada a mano y acompañada por el bombo y platillo del feriante que preguntaba ¿queréis más? a lo que respondíamos con un “si” desgañitado que alargaba la “i” hasta acabarse el aire; las barquillas balanceándose como péndulos en un mar imaginario, impulsadas por las velas de nuestros cuerpos, tratando de conseguir que su proa apuntara al cielo y un carrusel de columpios, el popular “carro las’patás”, en el que con imprudente habilidad pateábamos la silla que nos precedía hasta conseguir que saliera disparada hacia el exterior y el griterío que, mitad miedo para los más pequeños, mitad jolgorio para los no tan pequeños surgía y rugía desde el oscuro túnel del tren de la muerte cuando un diablo nos daba azotes con su escobilla y cuyo trofeo consistía en arrebatársela; la caseta de “tiro pichón”, cuyas dianas a abatir no eran sino, una hilera de palillos como famélicos soldados en formación, que al romper en número de cinco daba como premio un cigarrillo o un diminuto botellín de contenido tan colorido como imbebible; era atendida por una rolliza y vociferante mujer de indisimulado bigote y su esposo, tan flaco que apenas daba sombra, pero si pena por el trato que recibía de ella. Tres puestos de turrón, que, como grandes cajas blancas de zapatos puestas de costado, ofrecían sus productos: bloques de turrón de Alicante que se partían en trocitos de a peseta, alargados paquetitos de celofán con almendras rellenas y peras escarchadas que endulzaban el paladar de mayores y pequeños. Las moscas, visitantes incansables de los puestos, eran indiferentes al mecánico y desmayado manoteo del dueño para espantarlas; de noche dos bombillas de pálida luz colgaban tristes amarilleando el blanco del turrón y atrayendo diminutas palomitas que giraban incansables alrededor. En el centro, acotado por cañaveras y ramas de helechos, la pista de baile amenizado por tres modestos instrumentos con abundante repertorio de populares pasodobles y, sembradas por el interior, sillas y mesas de tijera de colores primaverales, repletas de copas de Moriles, cañas de cerveza Cruzcampo y platos de gambas. Los cuatro días de feria siempre dejaban el sabor de lo breve; había empezado con la solemne y multitudinaria procesión del Corpus Cristi bajo palio sujetos los varales por las fuerzas vivas; la calle Real era testigo privilegiado de su recorrido escoltados por grandes y pequeños con traje de fiesta y mujeres con velo y alguna mantilla reservada a algunas señoras. Tras cuatro ajetreados y festivos días la plaza recobraba su apacible y sencilla monotonía con su iglesia de monástico campanario, austera construcción y enjalbegada fachada, pastoreada por cura con sotana, bonete y tonsura y emparedada entre casas de vecinos; lugar de encuentro de bodas en blanco y funerales en negro; junto a ella, notario de reciente pasado, la Cruz de los caídos de cemento y gruesas cadenas empecinadas en encadenar el ayer y el hoy. Frente a ella la fuente, único punto de suministro público de agua; plataforma octogonal de paneles de granito, de cuyo centro nacía una columna de hierro fundido coronada por un amplio plato de piedra imitación rústica e incompleta de la sevillana Doña Elvira; de un solo caño escapaba el agua que llegaba mansa y lejana, chapoteando como un cadencioso aplauso al caer y cantando con dulce monotonía en el silencio de la noche. En ella calmaban su sed el cántaro de barro y los gorriones de plata. A su alrededor, mujeres de luto, pañuelo a la cabeza y alpargatas, guardaban turno sin reloj, midiendo el tiempo por cántaros y por los chismes y críticas que se oían y decían. Con demasiada frecuencia, la vieja tubería que traía el agua desde el otro lado del río sufría una fuga que precisaba la intervención urgente de las siempre dispuestas y hábiles manos del maestro Cerralbo. Y a las afueras, frente al molino de arroz de los valencianos, el popular “tracatrá”, onomatopeya del sonido que ocasionaba la palanca de la bomba del agua. No recuerdo a quien pertenecía, pero sí que había que pagar unos céntimos por cántaro. Y entre los árboles y la fuente, la humilde figura del quiosco: pequeño como un confesionario, envuelto en cien capas de pintura azul para enmascarar las grietas de su vejez y un tejadillo de chapa ondulada que traspasan sin piedad el calor y el frio por igual. Antonio, su dueño, aguantaba dentro sin quejas, sin horas, sin días. Reía a su manera de hombre feliz, levantando solo el labio superior; cara de circulo perfecto con un enjambre de pequeñas arrugas, donde se adivinan dos ojos de sumisa bondad y una calvicie sin objeciones coronada por una boina dos números menor. En su interior se amontonaban: caramelos de textura áspera y envoltura trasparente, los deliciosos toffee de Gibraltar, chicles de sabor efímero, bolsitas de pipas saladas en exceso y altramuces remojados en agua en un recipiente de barro amarillo; novelas para cambiar, las rosa de Corín Tellado siempre con final feliz y las de Marcial Lafuente Estefanía que nunca defraudaban con sus tiros y muertos en el salvaje Oeste; trapicheaba con tabaco rubio de contrabando, los aromáticos Graven“A” y Chesterfield, en cajetillas y a cigarrillos sueltos, ocultos a la mirada de la Guardia Civil que solía hacer la vista gorda. Allí compramos aquel primer cigarrillo mis amigos y yo una tarde de domingo. El humo rajó el pecho virgen de nuestra pubertad, nos dejó el sabor amargo y repulsivo de la nicotina y la áspera tos de la primera calada que aún no he olvidado. Sosteníamos el cigarrillo con la torpeza de los no iniciados y atentos siempre a la presencia de mayores. Alrededor y dándole su irregular forma: los bares Central y de Tibero; la pensión Solís y las tiendas de Alfonso el Aceitero y El Muni y el comercio de amplios escaparates para la época, Créditos Castilla de Manuel González; el estanco de Blasa, la Casa Rectoral y el cine de Antonio Martín… y como garante de la autoridad pedánea “Pacurro” el Municipal: serio, cachazudo, de trato amable y servicial.
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